All rights reserved © Leonardo Ruiz Díaz

Hoy no estás aquí

Hoy no estás aquí pero entonces iríamos al teatro a ver una obra terrible de algún dramaturgo contemporáneo de mi abuelo o de mi tía Lucrecia que tiene la misma edad del abuelo y arrastra la pata enferma desde hace diez y seis años pues nunca quiso usar bastón porque “pibe, usar báculo es una patología de vejez”. Pronto buscaríamos refugio de la lluvia como la vez que te conocí en la plaza de San Severino, debajo de un árbol ciclópeo que cubría tres cuartas partes del templo zen que estaba en el ángulo y ahora sólo es un restorán de comida oriental con algunos excesos de internacionalismo. Nos taparíamos bajo algún tabuco y reiríamos sin freno, pues es sabido que dos mentes mojadas se vuelven más simples, más torpes, tan alegres porque ya no hace falta ventilar, porque es inútil ventilar si sigue la gota cayendo desde lo alto de una nube con forma de senos o unicornios entrelazados. Luego, mirándonos directo a los ojos después de mirar la calle húmeda y los gatos chorreados de angustia de no poder saltar por las barandas del Museo de Cantabria, nos sentiríamos como esa escena de toda película húngara en que los protagonistas se terminan besando porque la risa, la tuya y la mía, se volvería una caricia en el brazo, en la mejilla, en el desorden de tu pelo y debajo de tu falda... Cuando parase la lluvia, cuando el gemido último hubiese sido dispuesto, la noche nos cubriría con un manto de oriones y centauros que ya no sería necesario ponerse ropa, bastaría sólo estar el uno al costado del otro mientras conversáramos de las virtudes de ser un estudiante en el extranjero.

A la mañana siguiente, el sol tocó a la ventana y tú seguías junto a mí envuelta entre tanta sábana que era difícil comprender la suma de cada una de las partes de tu cuerpo y a duras penas con intuición demente logré discernir el todo. Tu cuadro abstracto, escindido, me conmovía el tempo de palpitaciones y pensaba en aquella vez de la plaza de San Severino. “Es que los paraguas se me pierden así nomás, sin ningún arte” me decías mientras tremblonabas de frío y la blusa se te traslucía más allá de los vitrales en un tabernáculo. Y yo te dije que perder paraguas era un arte, que poca gente tenía según yo esa manía de nigromante ausentador de parasoles y que lo común de facto era sacar un conejo del sombrero (no uno sino dos o hasta tres), que tú eras entonces algo anómalo, un hito de la historia secreta de mi vida; peor aún, tú lo sabías. Desde el momento que me acercaba tú ya lo ibas sabiendo.

Hoy no estás aquí y sin embargo te digo sin embargo, puesto que no dejo de pensarte, de pensar el abismo que separa tu ombligo de mi boca, tu cuerpo de mis manos y eres el cosmos, de pronto, ya eres el universo entero y yo estoy perdido en lo eterno de tu ser, no siendo más que un pasante de esos que se pegan al escaparate como hipóstomos. De repente algo trágico me separa de ti y me voy de la alcoba como si nunca fuera a volver, pero tú rigolas como algún día hiciste y me ves alejarme con un cigarro entre los labios, entre los labios tuyos porque a esa instancia no me atreviera yo a fumar porque indudablemente me acordaría de ti y se correría una lágrima antes de que la lluvia cayera sobre mi sombrero y poder disimular. Esos días en que salía medio disgustado, medio tontamente al acecho de un astro, no hacía más nada que embriagarme con la vida que principia en el corazón de un burdel del barrio de San Tiberio que, como sabes, está al norte de la ciudad junto a la tienda de antigüedades donde comprabas tus tapetes, tus quinqués y demás bagatelas de utilidad dudosa que me ponían enfermo con su solitaria visión. “¿Cuánto cuesta éste? ¿Cuánto aquel otro?” Y así ibas hasta el fin del mundo sólo para decir definitivamente “me llevo éste” con un tono a todas luces despreocupado. Así un día llegaste con la sonrisa desbordada y me regalaste esta pluma con la que ahora escribo “para que tus poemas sean como los de antes, me gustaban tus poemas de antes, eran simplemente algo que no sé qué eran pero en mi mente sí que fueron, y bastante”. Yo tardé en creerle pues toda ella era el epítome de la belleza mas no dejaba de ser una soñadora de esas que hay que cuidarse uno. Y vaya que no lo hice. Y no me arrepiento.

Camino desiertos rastrando el alma y la vida a su encuentro, rastrando todo menos la esperanza de cruzarme con ella, creyendo devotamente en el dios de los encuentros fortuitos o los amores de cabaret. Camino a todo lo ancho del barrio de San Simón y el único santo que veo es una cantina, y ahí es donde me meto a confesar delante de una cruz de vino. Es cosa de la divina providencia tropezarse con alguien o por dios que tenemos algo de voluntad como para salir corriendo a su casa en medio de la noche hacia el Rumbo de las Gardenias frente a la luz de la tercera farola del camino donde se eleva también el pedregal del Puente de Meireles, y los transeúntes echan monedas y deseos por la borda y juegan a ser niños sin que sepan realmente, o queriendo no saber, que los náufragos van ir por ellas al final de cada jornada para tener qué comer el día que viene. Así de dura es la vida. Así de duro es el azar o el plan celeste. Recuerdo que de niño creía en el río y los caminos del río, me veía purificado en ese pensamiento más bien medieval que tiraba locos a la deriva o los llevaba de un puerto a otro, pero ahora no pienso en el río, es tonto pensar en el río cuando uno puede irse con él en su nave insólita y me lleve no sé a donde usted guste.

El día estaba gris. Casi nunca llovía, salvo en otoño y más al norte, sobre todo allá por Bonavento o la Pamplona. Estos días eran por ende inauditos, el viento húmedo se trepaba a los tabardos pues no era de sabios salir de casa sin uno encima porque el frío era tremendo y la tristeza que viene con el frío pega menos con un buen tabardo. En cualquier momento llovería. Gaspar iba caminando descompuesto como dando tumbos dipsómanos en el Paseo de los Remedios en pleno barrio de San Tiberio, alternando seísmos con traspiés, caídas plus balances, todos esos aditamentos que sobrevienen al caminar después del ritual de la bebida. Gaspar se andaba no sabía a dónde y no pensaba más que en ella, en Mía. Hacía días que no la veía y ella no había escrito una sola carta, no había siquiera dejado un recado con la camarera del Café Guevara o el afeminado bartender del restorán Bilopando, lugares que solían frecuentar en días monótonos como los de ahora y, sin embargo, por algún tipo de determinismo al final terminaban igual o más contrariados que al principio. Un café, una conversación, un intercambio de miradas, un sobreponer aleatorio de nociones acerca de la poesía y la pintura y el cine y la música y dios y la poesía otra vez como génesis irremediable. No obstante, más allá de la rutina, en cada ocasión descubrían algo diverso el uno del otro, cada tálamo era algo así como un ciclo saro en el que ante todo se pronosticaba una ausencia pero por regla general era imposible su entero discernimiento. Y la lluvia comenzó a caer de pronto desde la punta de un astro.

Gaspar Vincent era un poeta de esos que viven rápido y nunca se sabe, porque no conviene saber, lo que harán el día siguiente; si enfermar gravemente de nostalgia o estarse en África traficando armas y negros en alguna selva virgen. La cosa es que la única constante en su vida era Mía, no había en su vida otra cosa tan definitiva como la charmante nestabilità de Mía, y él lo sabía a veces cuando se encontraba solo fumando frente al espacio de otro crepúsculo. Ella era quien metía orden en su viva anarquía creacionista y, viceversa, cuando había tanto orden ella venía y echaba todo abajo el castillo de naipes y él esbozaba una breve sonrisa de satisfacción antes de sujetarla fuerte entre sus brazos a la manera de un aeroplano. “Qué dios ha venido a salvarme” le decía “qué dios ha venido” y ahora todo se revertía, ahora era el turno de ella a reír o a llorar. Vincent era un artista joven que escribía más bien por el placer que para hacerse sitio y es que el sitio le importaba poco cuando de por medio y al través estaba Mía, qué noción oculta se arrumbaba en sus ojos […]

Fragmento del relato "Hoy no estás aquí" que obtuvo una mención de honor en el certamen internacional “Félix Francisco Casanova 2015”, organizado por el Cabildo de la Palma, España.